domingo, 27 de marzo de 2011

Extracto de El Estilo del Periodista, de Alex Grijelmo.

He pasado largas horas editando textos, y siempre me he topado con los mismos errores de escritura, de estructura periodística, de contenido. Al cabo del tiempo, llego a la conclusión de que no ocurre que los diarios cometan muchos desatinos diferentes: en realidad, suman muy pocos. Pero siempre los mismos.
En charlas y conferencias he animado a los futuros periodistas allí presentes a especializarse en la edición de textos (es decir, a ejercitar el control de calidad del producto), porque ahí se aprecia una de las mayores carencias de la prensa actual. A fuerza de proliferar los que aspiran a especializarse en Economía, Deportes, Tribunales, Televisión, Cultura, Internacional, Política, Informática...están desapareciendo los especialistas en periodismo. Por eso quienes asuman la intención de formarse como expertos en lenguaje y en redacción, y también en los géneros periodísticos, tendrán enormes facilidades para encontrar trabajo.
El descuido de sus compañeros y de los estudiantes actuales se lo ha puesto muy sencillo.
«La poesía», escribió Juan Cruz en El País del 11 de enero de 1997, «se parece al mar, como el periodismo: lo devuelve todo, pero lo bueno regresa mejorado; hay periodistas que maldicen, porque dicen mal, igual que hay poetas que no traspasan. En este último caso sucede así porque en el fondo del alma de esos poetas no reside ningún ánimo de verdad, o de pasión, sino de vanagloria».
He percibido a menudo —en las redacciones donde he trabajado, o a través de los alumnos a los que he impartido clases en la Escuela de Periodismo El País, o luego en las tareas de selección de periodistas que acometí en mayo y junio de 2000 para los proyectos de diarios locales y regionales del grupo Prisa— que quienes desean ser periodistas en estos últimos años anhelan viajar a países lejanos, influir en la sociedad con sus editoriales, almorzar con gente importante o descubrir corrupciones hasta en el club de socios de la bolera municipal. Y en ese loable ímpetu han descuidado su herramienta: la palabra, que ha pasado a un plano secundario. Así, no leen; por tanto, no reflexionan. Y se vuelven perezosos.
El lenguaje es el instrumento de la inteligencia. Nadie podría interpretar bien el Concierto de Aranjuez con una guitarra desafinada, nadie podría jugar con auténtica destreza al billar si manejase un taco defectuoso. Quien domine el lenguaje podrá acercarse mejor a sus semejantes, tendrá la oportunidad de enredarles en su mensaje, creará una realidad más apasionante incluso que la realidad misma. Pero son muy pocos ahora los periodistas que se
lo proponen.
He pretendido con este libro facilitar el camino a quienes lo intenten.
Ojalá que con las experiencias que intento transmitir el aspirante a informador, reportero, entrevistador o editorialista —o quien desee ejercitarse con soltura en cualquiera de esas especialidades, lo cual le resultará más rentable— consiga no escribir mal. O, con el mismo argumento, escribir bien. Porque —por ejemplo— aquel que revise su artículo y decida reemplazar todos los verbos ser y estar que se le hayan diseminado por las líneas y sembrar otros más expresivos habrá conseguido de repente convertir un pésimo texto en un reportaje lleno de color y matices. Aquel que domine los recursos para evitar los ruidos en su redacción
habrá logrado no echar al lector de su página, lo habrá agarrado por la solapa para que se lea con deleite incluso el punto final.
Y quien se presente en un periódico mostrando esas características tendrá más fácil que le den un buen empleo. Conozco muchos jefes hartos de corregir acentos y de arreglar frases incomprensibles; y de rehacer titulares.
Las nuevas tecnologías han acabado con los intermediarios entre el periodista y el comprador del diario. Antes, los artículos eran reproducidos por los linotipistas, o, años después, por los teclistas; profesionales todos ellos con grandes conocimientos gramaticales y de cultura general, al cabo de muchos días leyendo y copiando escritos. Y luego aparecían los correctores, que limpiaban de fallos las galeradas.
Pero la rapidez de los tiempos actuales y la competencia por llegar pronto al quiosco o a la ciberpágina han suprimido tales pasos. Cada vez más, el periodista es el primero y el último que revisa su artículo en detalle. El texto seguirá su curso sin apenas intermediarios en la cadena hasta que llegue al lector, quien sufrirá los desastres y mirará de reojo a ese periodista que aparenta saber tanto de economía o de política mientras ignora elementales reglas de la sintaxis.
Los antiguos procesos técnicos de los periódicos se han resumido todavía más en los diarios electrónicos, donde la información se publica al instante. Nace este manual con un motivo, por tanto, fundamentalmente justo: que algún día los editores puedan dejar de corregir tantos textos deficientes para tener tiempo de dedicarse, por fin, a conseguir el premio Nobel.
Alex Grijelmo.

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